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  • Foto: Pako Mera/Alamy

    Agua negra, 1992

    Joyce Carol Oates

    Estados Unidos

    ¿Por qué la elección?

    Ella, una asistente de 29 años. Él, un Kennedy, el menor de ellos. Un accidente y un auto sumergido en el agua. Él se salva. Ella se ahoga: las aguas negras llenan sus pulmones y muere. Esta imagen, que persigue e indigna a Joyce Carol Oates (1938) durante décadas, termina dando lugar a su novela Agua negra. En esta gran novela corta, cuya lectura debía durar una tarde, “el tiempo exacto que tardó Mary Joe Kopechne en morir”, Oates nos entrega la versión ignorada de una historia muy contada, el punto de vista de quien no vivió para contarlo, lo que pensaba esta mujer mientras se ahogaba. Sin límites precisos entre ficción e historia, la novela habla de la víctima silenciada, no solo por la muerte. Y habla de los inmunes, habla de los relatores, creadores y manipuladores de la historia y de las historias, habla de los “poderosos adultos del mundo, que en su mayoría son hombres.”

    Ficha técnica

    “[…] Él no la había pateado, no había huido de su lado. No la había olvidado.

    Qué absurdas parecían sus uñas pintadas de esmalte rosa, ahora rotas, destrozadas. Pero ella iba a luchar. Una espumita sanguinolenta le asomaba por las ventanas de la nariz, los ojos se le ponían en blanco, pero ella iba a luchar.

    […] No la había abandonado, pateando hasta salir del condenado coche, nadando desesperado para salvarse hasta alcanzar la orilla donde yació exhausto vomitando el agua inmunda a la que por nada del mundo pensaba volver, y por fin se levantó (¿después de cuánto tiempo?) para escapar a pie cojeando, de un modo vergonzoso con un zapato sí y otro no, una cantinela que algún día podrían entonar sus enemigos para maldecirle si no conseguía evitarlo, desanduvo el camino cojeando y tropezando por la carretera de los pantanos aterrado de que lo descubriera un motorista que pasara y recorrió los tres kilómetros hasta la carretera principal temblando convulsivamente, jadeando de pánico y murmurando entre enormes boqueadas ¿qué puedo hacer? ¿Qué puedo hacer? Dios dime qué puedo hacer…”

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