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  • Desgracia, 1999

    J.M. Coetzee

    Sudáfrica

    ¿Por qué la elección?

    La desgracia, a diferencia de la tragedia, no está totalmente librada a la suerte. En la tragedia, como sustantivo y como género literario, el destino, la fatalidad, unen lo improbable creando un resultado aciago. Pero en la desgracia, quizás, algo del arbitrio humano genera el funesto desenlace. O al menos eso nos hace pensar J. M. Coetzee (1940) en su novela Desgracia.

    David es un profesor de literatura que por ser “un simple sirviente de Eros” viola el reglamento de su universidad por haber tenido una relación sexual con una de sus alumnas. Esta falta –disciplinaria entonces y que sin duda hoy sería leída con mayor rigor– lo lleva a tener que dejar su trabajo y su ciudad. En una especie de indagación por su redención, David va en búsqueda de su hija Lucy que vive en un lugar rural apartado, rodeada de perros y sometida a las tensiones de la Sudáfrica del post Apartheid y a las pugnas raciales y sociales dejadas por ese régimen. Durante la visita de su padre, Lucy, una blanca en tierra de negros, es violada por un grupo de jóvenes que graban en su cuerpo la temible historia de ese país. Con reserva y estoicismo afronta el hecho como una deuda cumplida y enfrenta a su padre por su incapacidad para ser e interpretar de otra manera.

    Desgracia relata el derrumbe de un hombre, pero, además, relata el derrumbe de una manera hegemónica de ser hombre. En una especie de círculo, o de ritual sombrío, en esta novela se recibe lo que se da, ya que detrás de este particular infortunio hay mucho de restitución.

    Ficha técnica

    “Recuerda que, de niño, tropezó con la palabra violación en algunos artículos de prensa, y que trató de conjeturar qué quería decir exactamente, extrañándose de que la letra I, habitualmente tan suave, figurase en medio de una palabra que contenía tal horror que nadie era capaz de pronunciarla en voz alta. En un libro de láminas de arte que había en la biblioteca municipal encontró un cuadro titulado La violación de las sabinas, ¿o era El rapto de las sabinas?: hombres a caballo, con las corazas de los romanos, y mujeres apenas cubiertas por velos de gasa, mujeres que alzaban los brazos al cielo como si gritasen a voz en cuello. ¿Qué tendrían que ver todas aquellas poses adoptadas con lo que él suponía que era la violación, el acto que realiza el hombre al tenderse encima de la mujer y entrar en ella a empellones?
    Piensa en Byron. Entre las legiones de condesas y de sirvientas en las que entró Byron a empellones hubo sin duda algunas que llamaron violación a ese acto, aunque sin duda ninguna tuvo motivos para temer que la sesión terminase cuando el hombre le rebanara el pescuezo. Desde el lugar en que se encuentra, desde el lugar que ocupa Lucy, Byron parece desde luego muy anticuado. Lucy estaba aterrada, tan aterrada que poco le faltó para morir de miedo. No le salía la voz, no podía respirar, se le paralizaron los miembros. Esto no puede estar ocurriendo, se dijo mientras los hombres la forzaban; no es más que un mal sueño, una pesadilla. Entretanto, los hombres bebían de su miedo, se refocilaban en su miedo, hacían todo lo posible por lastimarla, por amenazarla, por acrecentar su terror. ¡Llama a tus perros!, le gritaron a la cara. ¡Venga, vamos, llama a tus perros! ¿Ah, que no hay perros? ¡Pues vamos a enseñarte cómo son los perros!”

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