
Foto: Manuela Uribe (Europa Press)
La perra, 2017
Pilar Quintana
Colombia
¿Por qué la elección?
Está claro que una cosa es que una mujer decida no tener hijos y otra muy distinta es que no pueda tenerlos: sentir o comprobar que, en caso de buscarla, la posibilidad de engendrar vida es virtualmente nula; asumirse como un ser involuntariamente estéril. También es evidente que no es lo mismo decir “mujer sin hijos” que “mujer negra, pobre y sin hijos”: La perra, novela corta de Pilar Quintana (1972), explora las aristas de esta última fórmula con la respetuosa distancia de una voz en tercera persona que hace justicia al hecho de que, de esas cuatro características, la autora solo comparte con la protagonista el hecho de ser mujer.
La narración se sitúa en la costa pacífica colombiana y sigue la historia de Damaris, casada y recién entrada a la mediana edad sin haber podido concebir hijos (en un contexto donde la fertilidad de los hombres no se pone en duda), dedicada a limpiar y cuidar las casas vacías de las familias ricas de las ciudades mientras en su cabaña la comida escasea y lo que prima, ante todo, es una sensación de abandono que se agudiza por el hecho de vivir en un acantilado lejos del pueblo, entre una selva húmeda y peligrosa y un mar eminentemente hostil, que en la novela se dedica a tragar y devolver muertos.
Esa es la vida de Damaris antes y después de rescatar a una perra que pasa por su vida como un recordatorio cruel de que a ella no le ha sido dado cuidar de nadie más que de sí misma, un animal que, como ella, contraviene la supuesta naturaleza de las cosas: en aquel pueblo la esterilidad de Damaris y la indocilidad de Chirli, su perra, son percibidas como desviaciones de la norma; la primera porque las mujeres están hechas para parir, y la segunda porque los perros están hechos para servir. Las dos estaban condenadas desde un comienzo al aislamiento y la infelicidad.
Ficha técnica
“Gritó con voz furiosa, neutra, dulce, suplicante sin ningún resultado hasta que todo se quedó en calma y ya no se oyeron más ladridos ni nada. Frente a ella solo quedó la selva, tranquila como una bestia que acabara de tragarse a su presa.”
“Se estuvo mirando las manos durante un rato. Las tenía inmensas, con los dedos anchos, las palmas curtidas y resecas y las líneas tan marcadas como grietas en la tierra. Eran manos de hombre, las manos de un obrero de construcción o un pescador capaz de jalar pescados gigantes.”
“Eran una partida de negros pobres y mal vestidos usando las cosas de los ricos. Unos igualados, eso pensaría la gente, y Damaris se quería morir porque para ella ser igualada era algo tan terrible o indebido como el incesto o un crimen.”
“Damaris la siguió por todo el jardín hasta las escaleras y la vio bajarlas, cruzar la caleta, que estaba seca, alcanzar el otro lado, sacudirse, seguir su camino por entre los niños que volvían del colegio y perderse en el pueblo ya sin mirar ni una sola vez atrás. Damaris no lloró, pero estuvo a punto.”