
La violación de Lucrecia, 1594
William Shakespeare
Inglaterra
¿Por qué la elección?
Porque los clásicos, y tal vez lo sean justamente por eso, les hablan, les gritan, les dibujan con trazos certeros e imposibles de no comprender a cientos de generaciones adelante, y ninguna parece oír, ninguna atiende, ninguna aprende ni se civiliza con la contundencia de anuncios, hechos y razones.
Porque William Shakespeare (1564-1616) lo reveló hace ya cinco siglos. Primero les dio nombre a las víctimas y en ese acto empezaron a existir: por fin tienen entidad, por fin son vistas. Pero para quienes ya no pueden evitarlo, verlas de frente, de lado, de lejos, saber que existen, es insoportable. Y entonces las culpan, que es una nueva manera de deshacerse de ellas, de devolverlas a las tinieblas. De masacrarlas de vuelta. Esto lo anuncia Shakespeare, también: no solo nombra, descubre y arroja luz sobre las víctimas, sino que anticipa el nuevo costo que pagarán por ello: ser culpables. Y revela, también, los mecanismos de los que se vale el victimario para garantizar que así sea.
“Tuya es la culpa, pues tus ojos son los que te han entregado a los míos…”. “Tuya es la culpa”, le dice Tarquino, el victimario, el violador, a la aterrada Lucrecia. “Tuya es la culpa”, le reitera Tarquino a la mujer a la que está a punto de robarle el alma; “tuya es la culpa”, le dice, la hiere más si se puede, sin el menor asomo de duda, de pudor, de vergüenza, de nada. “Tuya es la culpa”, remarca Shakespeare en La violación de Lucrecia sobre las víctimas de su siglo, el XVI, y se anticipa a la condena de todas las víctimas de los siglos por los siglos: ustedes, las víctimas, tienen la culpa; y la tendrán por siempre. Y así fue. Y así es.
Ficha técnica
“Tuya es la culpa, pues tus ojos son los que te han entregado a los míos…” (Tarquino a Lucrecia)
“La hermosura resalta por sí misma a los ojos de los hombres, sin orador que la realce. ¿Qué necesidad hay, pues, de hacer la apología de lo que es tan singular? O ¿por qué Colatino ha descubierto la rica joya que debió sustraerse a los oídos de los raptores, como su más querido bien?”
“Ahora halla que la elocuencia superficial de su esposo –este pródigo que la ensalzó con su avaricia– ha inferido daño a su hermosura en su gran esfuerzo para celebrarla, pues excede en mucho a sus estériles medios. Así, Tarquino, hechizado, suple con el pensamiento la imperfección de la apología de Colatino en el mudo asombro de sus ojos, que no cesan de contemplar.”
“Pero ella, que nunca había dado réplica a los ojos de un extraño, no pudo sorprender ningún pensamiento en sus miradas expresivas, ni leer los secretos sutilmente transparentes que se hallan estampados en las márgenes de cristal de semejantes libros. No habiendo hecho uso de ignorados alicientes, no temía los anzuelos. Así, no podía interpretar sus miradas lascivas. Todo lo que veía era que sus ojos estaban abiertos a la luz.”
“Y ahora el voluptuoso príncipe salta de su lecho, échase bruscamente el manto sobre el brazo y se agita febril entre el deseo y el temor. El uno le halaga dulcemente; el otro hace que le amedrente el mal; pero el honesto temor, embrujado por los encantos impuros de la lujuria, no le invita con demasiada frecuencia a que se retire, batido por la violencia del deseo insensato.”
“Así, irreprensiblemente, mantiene la disputa entre la fría conciencia y la ardiente pasión, hasta que se despide de sus buenos pensamientos y se esfuerza en interpretar los malos en provecho propio, lo que en un momento confunde y aniquila todos los impulsos honestos y va tan adelante, que lo vil aparece como una acción virtuosa.”
“… Y ¡cómo su mano, en mi mano encerrada, me obligó a que me estremeciera con un sincero temor! Este movimiento la hirió de tristeza y cerró mi mano más estrechamente, hasta que supo el buen estado de su esposo. Entonces su fisonomía resplandeció con una sonrisa tan dulce, que si Narciso la hubiera contemplado en ese instante, el amor de sí propio no le impulsara nunca a sumergirse en la fuente.”