Juan Rulfo: una mirada poética hacia lo femenino
Ensayo
por María Luisa Ortega
En algunos cuentos de El llano en llamas, desde una conciencia masculina, Rulfo le atribuye a la mujer un determinado atributo que la vuelve inolvidable. En medio de contextos rurales habitados por la adversidad, el miedo, los sentimientos de culpa, la violencia y la muerte, el narrador convierte a la lluvia, la luna o el aire en las atmósferas que silencian sus voces y ahondan los sentimientos de tristeza y la soledad.
En “Es que somos muy pobres”, lluvias interminables hacen que el río pierda sus orillas y Tacha llora desconsolada porque a la ‘Serpentina’, la vaquita que su padre le regaló para que tuviera un capitalito y no se fuera a ir de piruja como sus hermanas, se la ha llevado la creciente, junto con su ternero. Abrumada por la congoja, la niña calla y llora, como si presintiera su destino; la impotencia y la compasión detonan el monólogo de su hermano, que la abraza con ternura, mientras escucha a su lado la turbulencia del río y la observa sollozar:
“El sabor a podrido que viene de allá salpica la cara mojada de Tacha y los dos pechitos de ella se mueven de arriba abajo, sin parar, como si de repente comenzaran a hincharse para empezar a trabajar por su perdición” (El llano en llamas, “Es que somos muy pobres”, 38)
En “Macario”, desde el umbral de su conciencia, el muchacho recuerda los ojos de Felipa que eran verdes como los de los gatos, y dice quererla porque ella se ocupa de saciar el hambre que nunca lo abandona. Macario supone que, si dejara de comer, se moriría y entonces se iría “derechito al infierno”. Al pie de la alcantarilla, a la espera de que salgan las ranas para “apalcuacharlas”, rememora las noches cuando Felipa lo dejaba acostarse a su lado y “chupar de esos bultos que ella tiene donde tenemos solamente las costillas” (“Macario”, 81); en esos momentos su miedo desaparecía y él se regodeaba con el sabor de esa leche dulce, tan parecida a la miel que salía “por debajo de las flores del obelisco”. Abrumado por una realidad hostil de pedradas en la calle, de chamucos y cucarachas; su mente perturbada recrea ingenuamente la bondad de la mujer que, sin embargo, iba a confesarse por él todas las tardes. La comparación y la ambigüedad se confunden en el monólogo y le dan vida al personaje femenino.
Al regresar de la peregrinación a “Talpa”, en busca de la curación milagrosa de Tanilo, Natalia llora inconsolable entre los brazos de su madre, mientras su cuñado repasa el motivo de su desconsuelo: “Porque la cosa es que a Tanilo Santos entre Natalia y yo lo matamos. Lo llevamos a Talpa para que se muriera. Y se murió.” (“Talpa”, 66). No importaba que el origen del viaje hubiera sido la ilusión de que la Virgencita le curara las ampollas que cubrían sus piernas y sus brazos; lo que verdaderamente importa es que el llanto de Natalia resuena en su interior, como si estuviera “exprimiendo el trapo de nuestros pecados”. Cuánta tristeza en el llanto de ella, cuánta añoranza en su propio silencio y cuánto dolor por el infortunio de Tanilo. Un infortunio que había guiado sus pasos hacia aquel “rescoldo” en el que ella se había convertido y que lo llevan a evocar “sus piernas redondas, duras y calientes como piedras al sol del mediodía” (67). El sentimiento de culpa martilla en la conciencia y desenvuelve el monólogo:
“Me acuerdo muy bien de esas noches. Primero nos alumbrábamos con ocotes. Después dejábamos que la ceniza oscureciera la lumbrada y luego buscábamos Natalia y yo la sombra de algo para escondernos de la luz del cielo. Así nos arrimábamos a la soledad del campo, fuera de los ojos de Tanilo y desaparecidos en la noche. Y la soledad aquella nos empujaba uno al otro. A mí me ponía entre los brazos el cuerpo de Natalia y a ella eso le servía de remedio. Sentía como si descansara.” (68)
Tras enterrar a Tanilo, Natalia se olvida para siempre de su cuñado, pero la imagen de sus ojos como “charcos alumbrados por la luna”, permanece inalterable.
En “La herencia de Matilde Arcángel” la protagonista es vista como la muchachita aquella que “se filtraba como el agua entre todos nosotros” y será su “mirada de semisueño que escarbaba clavándose dentro de uno como un clavo que cuesta trabajo desclavar” (“La herencia de Matilde Arcángel”, 183), la que se perpetúa en la memoria de Tranquilino Herrera, más allá del instante en que, al caer del caballo, ella quiso proteger con el cuerpo la vida de su pequeño, al que venían de bautizar: “todavía siento pasar junto a mí ese aire, que apagó la llamarada de su vida.” (185)
Rulfo se aproxima a la naturaleza femenina a través de un diminutivo, un símil, una sugerencia y crea las imágenes poéticas que la hacen inolvidable; además, transforma ese “silencio que hay en todas las soledades” (“Luvina”, 133) en el universo mítico de Comala: “-Este pueblo está lleno de ecos. Tal parece que estuvieran encerrados en el hueco de las paredes o debajo de las piedras” (Pedro Páramo, 54)
Susana San Juan es, sin duda, uno de los personajes poéticos por excelencia dentro de la novela latinoamericana. Su recuerdo es, en primer lugar, la clave para dilucidar el carácter paradójico y dual de Pedro Páramo, el hombre que la amará hasta la muerte y ese “rencor vivo” que terminará desmoronándose como un montón de piedras. En segundo lugar, ella es quien abre los resquicios para descifrar los murmullos que recorren las calles de Comala y traspasan los umbrales de la Media Luna:
“Pensaba en ti Susana. En las lomas verdes. Cuando volábamos papalotes en la época del aire. Oíamos allá abajo el rumor viviente del pueblo mientras estábamos encima de él, arriba de la loma, en tanto se nos iba el hilo de cáñamo arrastrado por el viento. ‘Ayúdame, Susana’. Y unas manos suaves se apretaban a nuestras manos. ‘Suelta más hilo’.” (18)
Las imágenes se encadenan en los monólogos: sus manos, los labios como “mojados por el rocío”; sus “ojos de aguamarina” y, por último, la sacralización poética:
“A centenares de metros, encima de todas las nubes, más, mucho más allá de todo, estás escondida tú, Susana. Escondida en la inmensidad de Dios, detrás de su Divina Providencia, donde yo no puedo alcanzarte ni verte y adonde no llegan mis palabras.” (19)
Desde que ella se fuera, “teñida de rojo por el sol de la tarde”, Pedro Páramo no cejará en su empeño de hacerla regresar a su lado: Susana tenía que ser la imagen que “alumbrara” su último momento; pero habían transcurrido cerca de treinta años y ahora ella se debatía entre los sueños, la locura y la muerte.
En un momento central de la novela, sabemos que, a Juan Preciado, quien había ido en busca de su padre, Pedro Páramo, lo mataron los murmullos y que está enterrado con Dorotea en la tumba vecina a la de Susana San Juan, de donde brota la voz que la caracteriza como la mujer ajena a cualquier sentimiento de culpa, que ama la naturaleza y la vida. Ella es el ser excepcional, que perdura más allá de la muerte, no sólo como recuerdo poético, sino que revive desde su sepultura y eterniza la voz y la palabra:
“Porque no estoy acostada sólo por un rato. Y ni en la cama de mi madre, sino dentro de un cajón negro como el que se usa para enterrar a los muertos. Porque estoy muerta.”(97)
“[…] Volvería siempre. El mar moja mis tobillos y se va; moja mis rodillas, mis muslos, rodea mi cintura con su brazo suave, da vueltas sobre mis senos; […] Entonces me hundo en él, entera. Me entrego a él en su fuerte batir, en su suave poseer… […] Y al otro día estaba otra vez en el mar, purificándome. Entregándome a sus olas.” (122, 123)
Susana San Juan representa la contracara de esa realidad atormentada, sombría, violenta y fúnebre en que se convirtiera Comala después de la maldición de Pedro Páramo, tras la muerte de la razón de ser de su propia vida…
“Había una luna grande en medio del mundo. Se me perdían los ojos mirándote. Los rayos de la luna filtrándose sobre tu cara. No me cansaba de ver esa aparición que eras tú. Suave, restregada de luna; tu boca abullonada, humedecida, irisada de estrellas; tu cuerpo transparentándose en el agua de la noche. Susana, Susana San Juan.” (158)
Bibliografía